Eran tan pobres que lo único que les quedaba era una feta de
jamón para cuatro.
La madre caminó hasta el cajón de los cubiertos, agarró el
cuchillo de dientes y cuando volvió la feta había desaparecido.
Eran dos en esa cocina derruida, ella y el integrante que no
figuraba en los números, y no controlaba los impulsos, el perro, el que se
lamía sin culpa.
Tal vez fue ira racional, o locura por el hambre, o que no
tenían nada mejor que hacer, lo cierto es que armaron un concilio para decidir
la suerte del ladrón.
Al niño y a la niña les pareció que no merecía castigo, el
perro andaba igual de famélico que ellos, sufría con la familia, de otra manera
eran unos abusadores, o algo peor.
El padre se pronunció a favor de matarlo de sed, medida ya
adoptada ni bien se descubrió el robo, la cuestión era si efectivamente iban a
estirar el castigo hasta la deshidratación.
La madre llamó a un cuarto intermedio para hablar con el
padre. Si el perro moría en la casa era seguro que acabaría en la improvisada
parrilla, no podían ser tan inhumanos.
Lo abandonaron a su suerte en un páramo lejísimo, sediento,
a merced de otros predadores, al menos era mejor que pasarlo con la familia,
pero ese pensamiento nunca cruzó la mente del perro.
De los cuatro la sobreviviente fue la madre, primero
le tocó al padre, hambre y una fiebre insistente, no tuvo fuerza para cavarse el
pozo, ella tiró mucha cal para prevenir el hedor, y clausuró la habitación
matrimonial, no fuera que la peste los siguiera por los cuartos. Después la
niña, siendo la más débil y pequeña aguantó más que el viejo, cuando le dolía
la panza la madre la arrullaba en sus brazos. Mientras el hermano acompañaba en
segundo plano, testigo, masticando un bicho. Él fue quien vio al perro desde la
ventana rota que daba al comedor. La madre no le creyó.
Después sí.
Pasaba siempre minutos antes de la noche, los miraba desde
atrás del alambre de entrada, desde la libertad, era una mirada grave pero no
de odio, tal vez reprobadora, luego olisqueaba el aire, el pasto, y meaba con
ganas. A la madre y al niño les daba envidiaba cuando también cagaba la
entrada. Eso significaba que al menos había comido.