Narrativas de género, y de paso

sábado, 31 de diciembre de 2011

Cantos Optimistas 2012

La querida y lunar Marisa Vegas me convidó para esta Navidad con una narrativa inédita. No quisiera adelantar los afanes del personaje, ni pormenores de la trama. Basta decir que sus trazos líricos son un augurio feliz, el antídoto para la parte depravada de Matinée.
Mi sentido agradecimiento al http://elespejodelaluna.blogspot.com/ es un gustazo que esté por aquí.
Buenaventura a toda la blogosfera en el inicio próximo, hagamos estallar las copas.
Salud!
Papel, pluma y tintero

La noche, ese animal salvaje que aúlla en la oscuridad, extendió sus alas por los tejados de la gran ciudad. Se posó en la ventana aún abierta de Marcelo mientras este acababa de regresar a casa de su monótono trabajo de bibliotecario.
Arrojó su abrigo sobre una silla del salón como animal que muda la piel con la llegada de una nueva estación, y se hundió derrotado en el sofá. Pero su vida se condensaba en una única estación que resumía primaveras sin flores, veranos sin mar, otoños sin lluvias e inviernos desprovistos de chimeneas que caldeasen la nieve que iba cubriendo completamente esos jardines ocultos de la ilusión. Los libros habían sido su única compañía desde hacía muchos años. La única vida que conocía era un mundo encuadernado en miles de hojas de caracteres tipográficos variados que le hablaban de universos ficticios que él sentía como reales. En su vida no había personas sino personajes con los que hablaba, discutía, reía o lloraba. Sus viajes desafiaban al espacio y al tiempo: en una misma noche había estado arribando a Ítaca con Ulises como navegando en una balsa por el Mississippi junto a Huckleberry. Su realismo era más mágico que en Macondo. Había pasado largas temporadas tanto en castillos medievales como en Ganímides. Conocía muy bien el amor incluso en los tiempos del cólera, había bajado a los infiernos a rescatar a Eurídice como había luchado contra gigantes en honor a Dulcinea, seductor tenoriano, Romeo atormentado. Amigo íntimo de Hamlet en su cautiverio, conde de Montecristo en sus desdichas. Vanidoso frente a espejo de Dorian Gray, repudiado Quasimodo hasta por las gárgolas de Notre-Dame, escarabajo kafkiano cada mañana que se intentaba levantar para ir a la biblioteca a trabajar. Como Fausto, le había vendido su alma al diablo en pro del conocimiento. Realmente, conocía la vida… esa vida de papel, pluma y tintero. Los libros eran su Soma huxleyana en ese mundo feliz de alfabetos callados.
Mientras preparaba la cena, Marcelo se acordó de un capítulo de su vida que había transcurrido esa misma mañana en la biblioteca. Unos rasgados e irreverentes ojos grises de mujer que le preguntaban por la sección de novela histórica de la biblioteca. Se quedó desconcertado por esa mirada que no reconocía haberla leído en ningún libro. ¿Sería una edición incunable? Frunció el ceño mientras indicaba la estantería correcta a esos ojos grises que sonreían dándole las gracias. Intentó pasar página del asunto mientras se preparaba unos duelos y quebrantos quijotescos, pero la mirada de ese personaje felino regresaba con la misma voracidad que él engullía su noble manjar del Siglo de Oro. No, no se parecían ni a los de Madame Bovary, ni a los de Penélope ni a los ojos petrarquistas de Laura. ¿De dónde demonios habrían salido?
El reloj carrillón del pasillo cortó el tiempo en once campanadas. Era la hora en la que Marcelo se sumergía en sus sábanas al abrigo de su lectura hasta que el manto negro de la noche venía a cerrar sus párpados. Cogió el libro de la mesilla tal y como lo había dejado la noche anterior. Pero cuando lo abrió, sus ojos enmudecieron de asombro: la página marcada como punto de referencia en su lectura estaba en blanco. Segundos después decidió pasar la hoja y su desconcierto empezó a crecer cuando comprobó que también estaba en blanco. Con nerviosismo hojeó todas las páginas y el resultado fue el mismo: en blanco. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Se levantó de la cama perplejo para asegurarse de que no se trataba de una pesadilla y se dirigió a la estantería de libros del salón. Repitió la operación con todos los libros que iba cogiendo, y todos le ofrecían el mismo resultado: páginas en blanco donde la vida (su vida) se había desvanecido sin ninguna explicación. Regresó a la habitación sin dar crédito a lo que estaba pasando. No pudo conciliar el sueño ni un segundo en toda la noche mientras el reflejo de unos ojos grises intentaba iluminar sus temores que navegaban hacia la madrugada.
Esa mañana llegó a la biblioteca más temprano de lo habitual. Su compañero de trabajo aún no había llegado. Sin quitarse ni tan siquiera su abrigo, se dirigió a la estantería más cercana y con manos trémulas que temen encontrar un fantasma, cogió el libro que tuvo más a mano. Lo abrió y, como se temía, allí se encontraba ese fantasma: todas las páginas del libro estaban inmaculadas, ni una sola letra violaba su virginidad. Repitió la operación con todo libro que caía en sus manos y el resultado era el mismo: caminos borrados, personajes desaparecidos, mundos abducidos, sentimientos desvanecidos. Se empezó a encontrar mal, su rostro como un camaleón, comenzó a adquirir la misma tonalidad parduzca que las páginas en blanco de esos libros. Se dejó caer en un pequeño sillón de la biblioteca destinado a la lectura de los usuarios, y sus manos, con esfuerzo, comenzaron a cobijar a su cabeza que, rendida por lo inexplicable, empezó a comprender que su vida de papel, pluma y tintero se había desvanecido. Se sentía como en un agujero negro interestelar, sin punto de apoyo bajo sus pies, sin ley de la gravedad, sin huellas ni caminos, desterrado incluso de su propia soledad.
-¿Se encuentra bien? –le preguntó una voz cercana que a Marcelo le pareció como salida de ultratumba.
Levantó la cabeza y se encontró con la miel de unos ojos grises, con la mirada felina de aquella mujer de ojos perturbadores que nunca había leído. Y fue entonces cuando comprendió la rebelión de sus libros. No era silencio lo que se albergaba en esas hojas en blanco, sino gritos clamorosos que le invitaban a escribir de su puño y letra esas páginas en blanco.
Mientras Marcelo se dirigía a la cafetería acompañado de la mujer inédita, de la cual había aceptado su invitación, de sus bolsillos caían personajes lanzándose a un precipicio que, sigilosamente, regresaban a las páginas de los libros de la biblioteca; mientras que en las huellas que iba dejando Marcelo, se apiñaban letras confusas y desperdigadas por el suelo que se afanaban en busca del lugar apropiado en esa primera página en blanco de su libro.