Narrativas de género, y de paso

sábado, 29 de enero de 2011

Las Martellianas, finito

Quién hubiera imaginado que un simple descuido, un paquete de galletitas cayendo detrás de la heladera desataría lo peor de las hormigas. Los habitantes del departamento quisieron rescatarlo, además eran sus favoritas, pero fue imposible desempotrar la heladera. Ella sugirió envenenar el alimento, revertir el error, cebo. Él, sólo por contradecirla, propuso dejarlo así, el paquete estaba cerrado, en caso que las hormigas lo hallaran no podrían cruzar el plástico, probablemente creyeran que era un tótem o un asteroide. Pese a la ocurrencia prevaleció la jeringa con veneno, en las juntas de la mesada, los zócalos, las minúsculas grietas, los rincones, y el epicentro del bombardeo, la hendija por donde habían caído las galletitas.
En ese tiempo la colonia se contaba en cientos, mayoría de obreras, las abnegadas hembras estériles; algunas más corpulentas de la clase “soldados”, machos alados que de tan raros eran casi míticos, y sólo una reina poniendo huevos en su cámara; mientras el agente homicida invadía las cercanías del hormiguero. Se replegaron a cuarteles de invierno, sellaron las entradas y subsistieron con las reservas. Eso les dio un respiro, pero hubo que salir. Las varias expediciones no regresaron, sin duda persistía el efecto residual, y aunque intentaron nuevas rutas de alimento, también murieron; o al menos eso aventuraban pasado el tiempo sin noticias.
De las expedicionarias sólo tres obreras aguantaron el veneno, por alguna evolutiva razón eran inmunes, pero no se detuvieron a meditarlo, siguieron, caminaron lugares inexplorados, sinuosos, escarpados, hasta que el último descenso las dejó frente al paquete, el que había traído muerte, pero ellas no lo sabían. Dos querían irse, había unas prometedoras migas más arriba, la tercera se opuso. No diría que tuvo un pálpito, pero sí algo distinto, un perseverar propio, clavó frenética sus mandíbulas, el aguijón y las uñas, las otras ayudaron, y luego de un rato de labor obrera abrieron una mínima luz por donde colarse, error, más plástico, capa tras capa. Pero no claudicaron, la líder encontró una manera, en vez de masticar, siguieron los pliegues del plástico, hubo momentos en que pensaron lo peor, aplastadas, o morirían de asfixia, pero se arquearon, adoptaron torsiones imposibles para vencer al envoltorio.
No hubo festejo, ni frases como ¡tenía razón!, no hubiese sido muy hormiga de su parte, agarraron lo máximo que podían cargar y emprendieron la vuelta, que les llevó tanto más que la ida porque buscaban rutas limpias por donde pudiesen transitar las demás.
Tampoco hubiese sido muy hormiga que la colonia las recibiera como heroínas, con fanfarria y las llaves de la ciudad, pero sí hubo un cónclave, la firme decisión de atacar las galletitas, asegurarse provisiones por más de lo que podían contar. Y para eso la nombraron a ella, la conquistadora. La misma que tiempo después, y con las arcas atiborradas, encabezó la más cruenta campaña imperialista, vencieron y anexaron el hormiguero del quinto y tercer piso. Con la rendición de las hormigas del primero ensambló un ejército tan poderoso que aniquiló, sin tomar prisioneros más que para ejecutarlos, a todas las cucarachas del cuarto, y como si no alcanzara trazó un plan a mediano plazo para hacerse del edificio.
La contraofensiva humana no tardó en llegar, inundaron hasta los cimientos con plaguicidas, cocktails tan tóxicos que aconsejaban abandonar el departamento al menos una hora. Pero no cuajó, la líder y su incontable armada estaba atrincherada en los bunkers del sótano, a salvo de cualquier intento bacteriológico, pergeñando, reponiendo fuerza, más que estrategas, mentes geniales, dejaron a los caídos por la conquista a la vista del enemigo, para que se creyera lo eficiente del veneno, y cuando detuviesen el bombardeo, ahí estarían; hambrientas.

sábado, 1 de enero de 2011

Las Martellianas I

Abrió el cajón de la ropa interior, el último calzoncillo, ayer se había quedado sin medias, ojeó impávido la pila de ropa sucia, se calzó la remera sin mangas, el pantalón azul y enfiló a la cocina. Mate y pan viejo con mermelada. A las once se echó de nuevo en la cama, debía bañarse, la seborrea capilar le daba un picor feroz, eso y el hedor en cierne. Recién al mediodía se duchó con agua fría y cortó las uñas de los pies, pocas cosas le daban más tedio que acicalarse, las dejó regadas por el piso.
El gato que le habían obsequiado para un cumpleaños ahora malvivía en el balcón, lo había desterrado de puro aburrimiento y maldad, confinado hasta que decidiera quitarse la vida. Excretaba en una maceta gigante infesta de moscas que volaban hasta el sexto piso seducidas por el aroma. Ocasionalmente mordisqueaba algún bicho o cazaba palomas que se posaban en la baranda.
Desde que la doméstica había renunciado nadie limpiaba la covacha. Siempre y cuando no hubiese alimañas estaba bien, o si había que no superasen las escala de cucarachas. Miró en rededor, una inmundicia hubiese opinado su madre, pero él no era su progenitora, ni su padre, ni sus hermanas que hacía tiempazo lo habían excluido del círculo familiar.
Sonó el timbre, de seguro oiría la aflautada voz del encargado recordándole que adeudaba dos meses de expensas, no se mosqueó, andaba abstraído con un grillo preso de la red de su amiga araña, la del rincón junto al mueble, al menos ella tenía alimento.
De la parva de platos apiñados en la bacha sólo lavó lo necesario para comer, la olla. Calentó agua, echó cuatro salchichas y cuando estuvieron listas las hizo panchos de pan viejo. Y ese festín acompañado de té frío, costumbre heredada de una novia saudita, no cualquier infusión, de floripondio.
Se le antojó que su mascota no arañaba el ventanal pidiendo atención, sino que pintaba sobre el lienzo del vidrio, de hecho reconoció un cielo estrellado y una campiña.
Se quedó sin luz, recordó el timbre que no atendió, tal vez no había sido el encargado sino los de la compañía eléctrica avisando el corte. No se recriminó por la dejadez, salió al balcón, pateó al gato de su camino, esquivó sus desechos y gritó. No gritó porque lo había olvidado. En eso avizoró una puerta en el cielo hecha de nubes, pero cuando se disponía a abrirla, el gato lo devolvió mordiéndole el tobillo, alevoso, porque se quedó prendido hasta que lo golpeó con puño cerrado. ¡¡No debería pasar esto, yo te quería, se suponía que fuésemos hermanos, tu y yo, Tommy!! parodió la célebre escena de Rocky V mientras su otrora mascota danzaba grogui entre las piernas.
Rajó al baño a desinfectarse, temía emular el personaje de Trainspotting que moría de toxoplasmosis por culpa de una cría de gato. Se las ingenió con alcohol fino y algodón que se había vuelto beige. Tal vez ya lo tenía en la sangre. Se imaginó astillando el espejo del botiquín y con el pedazo más filoso degollando a la bestia, registró la idea en una nota mental.
Cenó bizcochos con mate a la luz de las únicas dos velas que tenía, una en la cocina y la otra en el living sobre la mesa ratona, entre la yerba y las migas del plato.
Tuvo un sueño orgiástico, pero más fantástico que las ocho nereidas, coloradas, blondas, morenas, y una de cráneo rasurado que la chupaba con tanta maestría que veía bella su calva. Más que la secuencia fue descubrir que crecían ramificaciones de su pito, retoñaban nuevos pitos, tantos como féminas por batallar. Lástima que justo antes de que las ocho acabasen bien guarras, abrió los ojos.
Fue una alerta olfativa, algo estaba en llamas, en el living encontró el ventanal roto y la alfombra regada de vidrios, demasiado para la fuerza del gato ¿y el gato? no lo vio. Y en la cocina ardía el origen, la cortina, tanto que el fuego caminaba el techo. Sintió lenguas del Averno derritiéndolo, y sus pies inútiles para fugarse, se le prendió el pelo y la piel se ampolló, pero no gritó, sentó las nalgas, cruzó las piernas y dijo, creo que me acostumbraré, sin risas de fondo.
Faltaría a la verdad si dijera que la mascota quería salvarlo, más bien matarlo, pero no calculó que su mordida al cuello lo quitaría del trance.
Sedó a la bestia de un trompazo y la usó de escudo contra el calor y la humareda, en poco se propagaría, pensó mientras parapetaba la salida del fuego con la mesa del living, las sillas y hasta la tele con tal de contenerlo en la cocina.
Somos nosotros, le dijo teatralmente al felino mientras lo arrastraba medio chamuscado hacia el balcón. Lo que hacemos en vida resuena en la eternidad, parafraseó la arenga de Gladiator; y sin más aspaviento saltaron abrazados al vacío. Menos por suicidio que escapando del incendio, él pensó que podía amortiguar la caída con el gato.